Por Ivonnett Arcia Zamora
Una vertiente de la producción plástica cubana desarrollada en la década del ochenta, usufructuando la interdisciplinaridad instaurada por la posmodernidad y, en consecuencia, la expansión del arte hacia campos considerados por la tradición como «extraartísticos», sustentó sus reflexiones sobre el hombre en la antropología. Así, la pesquisa introspectiva fue avalada por los principios epistémicos, metodológicos y prácticos de este saber. Las propuestas artísticas devinieron inquietantes disquisiciones sobre la naturaleza del hombre, la complejidad de sus procesos de significación y las estructuras de interacción social y cultural. El arte se asumió como un ejercicio gnoseológico, como un vector activo en el debate de problemas humanos universales, por cuanto los referentes visuales aguzados se supeditaron a la efectiva transmisión de la idea; es decir, se «sacrificó» la facturación —según criterios tradicionales— de la obra para estimular la eficacia comunicativa y optimizar la función sociocultural del arte, postura que se tradujo en solidez del discurso estético-artístico de la pieza y que actualizó nuestras artes visuales.
Si bien es cierto que los creadores inmersos en esta tendencia sentaron pautas en el tratamiento desde el arte de cuestiones referidas al hombre; renovaron nuestro paradigma de artisticidad, concepto de artista y de obra de arte; poseían un afán experimentador inestimable y un fuerte carácter iconoclasta; también debemos decir que gozaron del apoyo institucional —aun cuando en algunos momentos hubo fuerte tensión entre ambas esferas—, la mayoría se formó en el Instituto Nacional de Arte (ISA), sus obras fueron promocionadas en los espacios de exhibición de la Isla y la fundación de la Bienal de La Habana posibilitó su difusión internacional y, con el tiempo, han sido favorecidos por la crítica especializada.
Y para ser justos con la historia del arte cubano debemos acotar que estas búsquedas tienen el precedente de figuras de la talla de Umberto Peña, Antonia Eiriz, Chago, quienes a contracorriente abordaron sus inquietudes existenciales —con espeluznante desenfado para su época se adentraron en lo escatológico, las orientaciones sexuales «diferentes» y la muerte, mediante un expresionismo agresivo; contrapusieron el individualismo, el intimismo y el aislamiento, al hegemónico discurso colectivo, masivo, que implicó la épica de los años sesenta.
Resulta evidente que existe una diferencia medular entre estos artistas que emergieron y desbordaron los años sesenta y los que salieron a la palestra en la década del ochenta. En los primeros la penetración en la psicología y la existencia humanas se debe a una necesidad interior de expresar su subjetividad y asimilación del contexto que les tocó vivir, digamos que es un acercamiento al tema desde una perspectiva emocional. Los últimos, en cambio, refrendaron en el saber antropológico sus exploraciones en la psiquis y los conflictos existenciales del hombre, con el objetivo de alcanzar generalizaciones sobre la esencia humana y rescatar valores perdidos; tal acercamiento manifiesta una motivación cognitiva, una conceptuación del hecho artístico.
La obra de Ernesto Benítez, especialmente la presentada en su reciente exposición personal Uno y Mil Ojos,[1] se ubica dentro de esta línea creativa que vincula el arte y la antropología, y refuerza la pluralidad de discursos que convergen en ella; parece que las indagaciones en la esencia del hombre, su compleja psicología, su comportamiento y formas de significar el mundo que le rodea, siempre podrá sorprendernos, pues es un tema tan rico como las individualidades que habitan el planeta y es difícil que alguien pueda decir la última palabra.
Las propuestas de Benítez se alejan del intelectualismo que emanaban las producciones ochentianas, mas no son ingenuas; en sus obras emoción y acto intelectivo se cohesionan y equilibran, de forma tal que los principios del corpus antropológico aparecen solapados. Se advierte una fuerte capacidad reflexiva y de abstracción que le permite al creador distanciarse del basamento antropológico, sin perder la densidad conceptual.
La lectura de textos del citado corpus epistémico nos revela que siglos de existencia humana y de investigaciones científicas no han despojado a la religión. Ciencia y creencia han acompañado al hombre en su paso por la tierra, porque ambas esferas conviven y, aunque parezca insólito, pueden interactuar, al punto que hoy existen «consultas»[2] por internet. Es esta una de las regularidades del comportamiento humano examinada por Ernesto: la religión ha sido utilizada históricamente para explicar aquellos fenómenos desconocidos y la protección de las deidades ha constituido un paliativo a nuestra inseguridad ante lo incierto.
El suspicaz recorrido que supone la museografía, describe la imposición del hombre sobre lo incógnito, sobre sus miedos. Comenzamos con un imperceptible ojo en medio de una gran oscuridad y terminamos con un plano medio del artista que abarca toda la superficie del cuadro, donde se hiperboliza que el vigía está dentro de nosotros mismo. Nosotros mismos somos dios. Resulta lamentable que si extraemos esta imagen del conjunto, no sería una pieza lograda, sin embargo, de acuerdo con la tesis de la exposición, su funcionalidad es incuestionable.
Antes de alcanzar semejante iluminación, transitamos por una inmensa oscuridad donde solo un ojo observa, fina metáfora de la creación, del comienzo del mundo. También se alude a la práctica de beber alucinógenos para llegar a un estado sacro que permite obtener la sabiduría, la inmortalidad, devuelve la visión, la salud, la juventud; aniquila a los malos espíritus; provoca mutaciones corporales, o posibilita la comunión entre las zonas cósmicas. El artista nos hace meditar sobre un hecho curioso: a través de la religión el hombre ha suplido su desvalimiento, pero esas divinidades que lo asisten tienen forma humana, porque al crear a las deidades las hizo a su imagen y semejanza. De manera que el hombre-dios le transmite luz, energía, conocimiento y fuerza al hombre; entonces, el hombre-dios es el hombre, el vigía está dentro del propio hombre.
Este periplo no está exento de pasajes lúdicos y satíricos. Cuando se apropia de la carga simbólica de la hoz en nuestro contexto, también hace referencia a la obra de Flavio Garciandía, quien exploró las cualidades expresivas de este código. La hoz, en la composición de Benítez, más que «segar», «ciega». Asimismo, manipula al receptor mediante la construcción de mitos. Varios textos antropológicos señalan la estructura dual de los mitos, ello inspiró al artista a contraponer los cuchillos a la luz artificial que emite un bombillo; tal condición dual es evocada, además, cuando opone cintas blancas y negras, que a su vez se asocian al bien y el mal respectivamente, y se manifiesta, otra vez, al enfrentar en una imagen objetos resultantes de la actividad racional humana con iconos místicos.
El ojo es un signo recurrente en las piezas, trabajado de distintas formas, sea el ojo pintado, un primer plano del ojo abierto, cerrado, tapado por cintas o recubierto por pintura. Y es que el ojo es un símbolo mitológico, en algunas civilizaciones la mirada de una deidad puede ocasionar la muerte de un hombre, tal vez nace aquí el conocido «mal de ojo», poder maligno de algunas personas que recae sobre lo mirado; por otro lado, las deidades tienen la facultad de ver, aunque ellas sean invisibles a los comunes mortales. Realmente el ojo es el órgano de la vista, sentido que permite a los individuos conocer la apariencia física de las personas y el mundo que les rodea.
Para esta travesía, en la cual el hombre se erige centro de todas las cosas, duda y respuesta, compos sui, no es casual que el artista sublime la capacidad creativa del ser humano y exalte el poder de sus sentidos.
El recentramiento del hombre que supone el tránsito de un detalle humano a su figura completa, se refuerza por la luminosidad que van cobrando los fondos, es el hombre autolibrándose de/imponiéndose a las sombras, lo ignoto, al misticismo. Simplemente, fondos trabajados sobre la base de gradaciones del negro. Faltara síntesis mayor. Con el propósito de acentuar cómo el hombre debido a su ignorancia se ata a la religión, el artista añade fragmentos de sogas al cuadro. Y mediante fotografías en blanco y negro de la geografía personal, muchas en un acto de meditación, Benítez nos compulsa a mirar en nuestro interior. La autorrepresentación es la estrategia implementada para aguzar el autoconocimiento.
Deudor de tantos creadores que han emplazado al hombre como eje ideotemático de sus poéticas y se han apoyado en el saber antropológico para fundamentar su yoismo suprahumano, sabe distanciarse magistralmente de todos y mostrar su singularidad creativa, su particular aprehensión del maridaje arte-antropología.
[1] La muestra Uno y mil ojos de Ernesto Benítez se exhibe en la Fundación Habana Club/Museo del Ron desde diciembre de 2004.
[2] Me refiero a consultas religiosas.
Publicado en el Tabloide Noticias de ArteCubano, Consejo Nacional de las Artes Plásticas. La Habana, Cuba. Edición No. 1, Año 6, Enero 2005, Pp-6.