Por Ramón Cabrera Salort
La aventura creadora de Ernesto Benítez (La Habana, Cuba. 1971) inició su actual coherencia discursiva desde su exposición personal “El ejercicio de la sospecha”, en 1996, cuando determinados símbolos y asuntos alrededor del hombre y su devenir, desde un sesgo místico y alquímico aunados a lo antropológico, asomó en sus producciones de aquella exhibición en la Galería L, siendo aún estudiante del Instituto Superior de Arte. Anteriormente sus obras mostraban el apego juvenil al discurso plástico de los 80, primero por su inserción en el grupo Arte Calle, de 1986 al 1989, y a las exposiciones personales que transcurren desde su primera personal “Criterios”, en 1988, en la Academia San Alejandro, donde por la fecha aún realizaba estudios, hasta “Sobrevivientes”, en 1995, en la Galería Domingo Ravenet, época en que ingresa al Instituto Superior de Arte, tras dos años de Servicio Militar y tres de aprestamiento para lograr dicho ingreso.
El aliento de esas obras se inscribe en la corriente de apropiaciones pop, con claras alusiones al contexto socio-político cubano del momento.[1] Obras como “Cara a cara” o “Epitafio para la causa de Serov” delatan claramente ese sabor de época al que pueden adscribirse, sin que podamos advertir las derivaciones propias a las que luego llegará el artista. Sin embargo, temáticamente, ya en lienzos como “Vestigios” o, posteriormente, en otros como “Coronación” u “Ojos que te vieron ir” o “De la Fe”, aunque se prosigue el discurso agónico sobre la patria y la caída de los más preciados valores, asoma el sentido de lo religioso lo que asumido más como valor cultural que como vivencia, y no sin cierto hálito de cinismo. Luego es que lo religioso, desde su esencia etimológica de re-ligare (la vuelta a la unidad) comenzará a estructurarse personalmente desde la intimidad de la vivencia. Por la fecha citada la juventud del artista todavía no le había propiciado la posibilidad de experiencias de más hondo alcance existencial.
Ernesto Benítez nacido y criado hasta su temprana adolescencia en El Canal, la zona más marginal del Cerro, vivió en un ambiente popular sincrético, mágico y violento. El Cerro fue barrio habanero de casas de descanso campestre en el siglo XIX y desde inicios del XX área urbana, más plenamente proletaria según avanzó el siglo. En El Cerro comenzó estudios de Artes Plásticas en la Escuela Vocacional de Arte “Paulita Concepción” (1983), con las aspiraciones típicas de cualquier otro adolescente. Al concluir estudios en ella matriculó estudios de nivel medio de Artes Plásticas en “San Alejandro”. Sus artistas preferidos de aquella larga etapa estudiantil fueron, entre otros, los cubanos Fidelio Ponce, Amelia Peláez, Víctor Manuel, Raúl Martínez a los que posteriormente se sumarían los norteamericanos Andy Warhol, Tom Wesselman o Roy Lichtenstein. Claras citas de ellos y sus obras habrá en su etapa formativa.
La violencia explícita en las producciones de este momento de directa alusión política y ética críticas, irá asumiendo en él una reorientación hacia el flanco mágico e íntimo y derivará progresivamente hacia un nuevo sendero, anunciado tempranamente en la exposición referida de “El ejericio de la sospecha” que se verá proseguida luego, cerca de dos años después, con “La luz del cuerpo”, en la misma galería. Hay ya en el joven artista un creciente hastío y un decidido convencimiento de la inutilidad de la protesta así resuelta en sus anteriores producciones y de la vertiginosa retorización que alcanza en ellas el discurso simbólico, a la par que crece su confianza hacia otra dimensión metafísica, esotérica e individual de plantearse la encrucijada de lo humano. La violencia, entonces, se encauza por senderos reflexivos y conceptuales. Toma un cuerpo simbólico de otra naturaleza que enrumba hacia la inasible cartografía del yo, dibujado por los residuos del fuego.
El cambio apuntado estuvo antecedido por un período de larga convalecencia que vivió el artista en el año de 1995, como resultado de una severa y riesgosa intoxicación sufrida con un medicamento. Como en tantos otros creadores la enfermedad y su etapa de recuperación, de mayor prolongación simbólica que temporal, abrió un paréntesis de ensimismamiento, ámbito donde la joyería ejercida por su hermano como oficio lucrativo, comenzaría a ejercer atracción en él. Acompañado por la fantasía se vería como el alquimista, como un buscador isleño de la piedra filosofal, maravillado por lo ígneo y sus derivaciones: la ceniza, el carbón. En espontáneos apuntes a lápiz señala el símil de tratar a las herramientas y utensilios de la joyería como expresiones de lo anímico y así en el proceso de fabricación de una prenda siente las partes de la pieza como las partes del cuerpo. Por esta misma época ahonda su conocimiento sobre Fidelio Ponce, su amistad con Carmen Bermúdez, aguda estudiosa de la obra de este artista, hará más penetrante su entendimiento de la mística ponciana, desde una arista paradojal de máscara y disfraz, donde lo religioso viste inéditas evidencias.[2] La penetración en lo que no se manifiesta sino oblicuamente, la visión de lo invisible lo madura. Todo va adquiriendo a sus ojos un orden de oscuras revelaciones.
Ernesto Benítez inicia un viaje desde su exposición con “La luz del cuerpo” que remite directamente al título de una de sus obras en la muestra, con la intención de develar el misterio del vivir. El artista pretende recuperar los sortilegios del oficiante, de quien se comunica con las fuerzas invisibles y al final revela cuál ha de ser el camino a recorrer. Ya una vez en el camino, en la vida, caminando, viviendo: obra. El obrar se le manifiesta como el ser y en este obrar y en este ser, halla el camino de Dios, mas un dios de personales resonancias no sujeto a religión alguna, -como el Dios juanramoniano de Animal de fondo-, o acaso a una religión de lo humano de raíces antroposóficas, como la que halló Beuys en Steiner.[3]
En esta exposición obras como “Armas de reconquista”, “Mi otra mitad”, “Corazón suspendido” y otras aluden tanto temática como materialmente a lo que constituye su obra de hoy. La imagen del ala en “Mi otra mitad”, la del cuchillo en “Armas de reconquista”, ambas son referentes recurrentes a lo espiritual y alígero la una y al sacrificio, la otra; de igual modo, el empleo de recursos dibujísticos que apenas bocetan el silueteado de las imágenes.
Su siguiente exposición “Para rasgar el velo del arcano”, en 1999, continuará esa dirección ideotemática que acabará obteniendo, con sus muestras “El dolor es la vida” y “En el camino”, una solidez propositiva singular en el ámbito de la joven plástica cubana que inicia el nuevo siglo, en la medida en que construye su imaginario desde una poética reflexiva del yo, consciente de sí, de su finalidad y de los recursos plásticos que empleará en consecuencia. A partir de aquí el discurrir de su obra insistirá en el sentido de la vida como camino ignoto y con la mantenida compañía de su reverso la muerte, como el viaje de otro inicio. Este discurrir será tanto una reflexión como una incantación, pues su obra ofrecerá la ascensión a un conocer y el ruego que ese conocer propicia. Nace así un fervor construido mentalmente, donde la alusión a la calavera y al cerebro cuaja en imagen directa de esencia espiritualista. Se lee en Steiner, al que en cierta medida sigue: “La integralidad del cuerpo humano está constituida en forma tal que encuentra su coronación en el cerebro, órgano del espíritu”.[4]
El artista articula su discurso ritual con una parquedad de medios y formatos que alude a la sustancia germinal de lo vivo con escasos elementos, a la manera en que argumentaron la composición del mundo los filósofos naturalistas de la Antigua Grecia. Los materiales serán a partir de ahora de una estricta y monótona reiteración: carbón vegetal; ceniza; acrílico sobre cartulina o tela para sus piezas bidimensionales y en sus obras tridimensionales (algunas de ellas instalaciones): madera; hierro; carbón vegetal; sal y azufre. De la enumeración saltan a la vista materiales propios del proceder alquímico y de su conceptualización en la que se borraba la distinción entre el mundo de lo animado y lo inanimado y en la que un principio de transmutación ponía en evidencia la presencia de cualidades de las que participaban todo lo existente. Sus piezas recurren, tanto en el proceso de su realización plástica como en sus resultados, a idéntico paradigma de indeterminación entre lo inanimado y lo animado. Así tanto la figura del cuchillo dibujado, como la del cuchillo esculpido corporeizan un sentido de sacrificio viviente, animado. Es así como en la obra de Ernesto el proceso de trabajo con los materiales se convierte en acto mágico, en potenciación ritual que luego han de exhibir las piezas.
De otra parte vuelve a manifestarse el vínculo con el pensamiento de Steiner en relación con lo que éste denomina como los tres aspectos de la naturaleza esencial del hombre: cuerpo, alma y espíritu y el modo en que él participa de las entidades: mineral, animal y vegetal, amen de la humana.[5] El mismo origen de las sustancias que emplea en sus obras o las imágenes a las que alude se mueven en ese círculo de referencia. Otro tanto pudiera apuntarse de los formatos y medidas de sus obras, especialmente las bidimensionales. Por ejemplo, “En el camino” se reiteran dos tipos de medidas: 75 x 55 cm. para las obras de formato vertical y su contrario para las de formato horizontal. Aquí está el dictado de lo ritual, la medida que pauta la ceremonia, como la “cuadra mágica” en las pinturas rupestres, espacio imantado, sacralizado.
Las obras reunidas en su exposición “El Gran Vuelo” proseguirán el discurso de sus dos anteriores muestras y añadirán a su universo plástico: el oro, materia preciada de la alquimia. Luego en “Uno y mil ojos” hará su aparición la fotografía, con la imagen fotográfica del rostro y el cuerpo del artista. La fotografía debe entenderse como una extensión de los propósitos develados en su anterior producción. La foto será empleada no como un modo gratuito de añadir el concurso de otro medio, sino la intención de insistir con el registro químico fotográfico en la huella del yo. En esta exposición la reiteración del ojo, del mirar y de la mirada (también la mirada ciega) develan lo espiritual desde el sesgo mágico y agónico que es vivir.
En la exposición aludida de “Exitus, Reditus, cartografia del Yo” compuesta de piezas instalativas y dibujos, hace del espacio de exhibición un templo, un sagrario. El conjunto de las obras opera sobre el espacio total de la galería y lo transmuta; a través de la instalación “Cortina de fuego” se penetra en la sala de exposición. La disposición de una pieza suspendida “El gran vuelo”, a partir del cuerpo vaciado del propio artista alude claramente a las prácticas animistas de los dobles, operación que había usado desde su obra “En el camino”, pero aquí dispuesta en su ingravidez, en su dimensión alígera. Una obra como “Nada más, nada menos”, inteligentemente situada a lo largo de un pasillo de la galería, logra funcionar como un ámbito físico y a la par simbólico del sacrificio del existir. Cada una de las piezas de esta exposición sin perder nexos de continuidad temática con las anteriores obras del artista, opera a la vez como parte de un gran todo que es la exposición como obra. El propio artista alude directamente a esto cuando señala que la muestra propone dos niveles, un primer nivel compuesto por obras bidimensionales realizadas a modo de cartogramas y un segundo nivel que evoca la parte física del empeño: el viaje como metáfora de la existencia.[6]
El artista ha actuado todos estos años como el adepto, no obstante su juventud – el adepto será el alquimista que avanzado en conocimientos y sabiduría, vela por la pureza de su Obra-, al igual que él pretende, ante todo, el perfeccionamiento de sí mismo, y concibe que esto ha de ser posible solo en el fermento mismo de la realización de su obra, por su medio. Intenta, de este modo, que el proceso de su creación reviva los poderes que tuvo la producción simbólica en sociedades ágrafas o tradicionales y ser él aquel chamán que reunía en sí la comunicación con todo lo existente, visible o invisible. Dominan en sus obras o la escala de los grises extraídos de la ceniza o, en otros casos, el rojo, el blanco y el negro con explícitas alusiones alquímicas. Por ello en “Misteriosa cópula” de 1999 reunirá como un demiurgo el principio de lo masculino y lo femenino (eslabones dibujados sobre una de las caras en la hoja del cuchillo, en su reverso lo naciente: la espiga), cuchillo que hiende un triángulo de sal – la sal es el principio alquímico de lo femenino y lo masculino, cruce de lo activo y lo pasivo -, y años después con “Cortina de fuego” o “Nada más, nada menos” nos ofrecerá en ambas instalaciones la propuesta de experimentar el símbolo del existir. Esa intención de volver el artista a recobrar un estatus y una función definitivamente perdidos, como ejemplarmente se observa en un Beuys o en Hundertwasser, estará en cierta medida en las aspiraciones y en la obra que exhibe Ernesto en todas sus exposiciones, desde “La luz del cuerpo”, y quizá más madura aún en su “Exitus, Reditus: Cartografía del Yo”, donde la curaduría operó con toda la exposición como obra y la disposición de cada una de las instalaciones propiciaban verdaderas penetraciones en estados vivenciales. Quizá aquí se devele más palmariamente otra arista, el artista como sanador, como curador y el arte como curación, a la manera de un Beuys.
Esa función restaurativa que se había evidenciado anteriormente en nuestra producción plástica en un Bedia o en un Juan Francisco Elso, pero en una dimensión más cercana a un imaginario etnográfico, asume en Ernesto elementos identitarios universales, ligados a una visión más propiamente antroposófica. Como él mismo alude en una entrevista cuando admite que su obra participa de la religión como religión de la sabiduría, más directamente vinculada al conocimiento que a la fe o alcanzando esta última por operación del conocimiento actuante en el proceso y en la cristalización de su obra plástica.
Sus elementos identitarios presididos por el uso y la presencia constante de la ceniza, aluden a la luz y el fuego en el devenir resultante de esta. ¿La ceniza no conservará la historia de lo quemado? Con sus obras se transita por la metáfora visualizada de la vida y de la muerte como su apertura, su trascendencia. Rememoremos una obra como “La puerta del espíritu”, donde desde un rostro en perfil arranca el dibujo de una espiral creciente que desborda el marco de la obra, en tanto en un segundo plano descansa la imagen de una guillotina con un fondo de cenizas desleídas, último plano que preside toda la serie del grupo expuesto en la Galería de Revolución y Cultura, en el 2000. El mismo referente de la muerte, tantas veces incursionado por el artista, aparecerá aludido en “El arca de la vida”, esta vez como instalación que cierra la muestra, en la exposición “Exitus, Reditus” de la Galería Servando Cabrera, en el 2005.
En su muestra personal del 2006, en la Galería “Villa Manuela” de la Unión de Escritores y Artistas, nombrada “Borderline” junto al discurso de lo alquímico y lo esotérico, emergerán asuntos antropológicos más directamente vinculados con las fronteras borrosas entre lo sano y lo enfermo y los patrones de violencia desde los cuales se ejercen las “curaciones”. Vuelve el recurso de trabajar con su cuerpo como el doble y con los iconos del cerebro y el corazón, como antípodas culturales de lo racional y lo intuitivo. También se vale del recurso de la fotografía a lo largo de la muestra, amén de recurrir a lo instalativo con diversas piezas. Concebida por el artista toda el área de exposición como salas o estadios por donde transcurren los humanos, culmina en la que considera como sala de religación, donde una instalación compuesta por una vieja camilla de curación con su superficie poblada de punzantes remaches metálicos y con siete cuchillos de mesa situados en el sitio donde el cuerpo exhibe sus chacras, viene acompañada a ambos lados de la pared de las carpetas de anotación de un historial clínico que divide el artista en anotaciones físicas de la construcción de la obra en una y de observaciones de ascendiente conceptual o referencias vivenciales en la otra. El religare nos lo ofrece a través del accionar simbólico. Los datos de Ernesto refieren al oficiante de la cura, tanto como al depositario de sus beneficios, a la indisoluble síntesis de lo material y lo espiritual. Así alude a los modos en que se alcanza volver a la unidad. La tematización de la muerte, de la herida y del artista como sanador registra nuevos sesgos en las ascéticas paredes del espacio exhibitivo y devela, una vez más, la perspicacia de la conciencia curatorial de Ernesto al hacer de cada pieza de la exposición como en anteriores ocasiones, parte de una obra total concebida por estadios o niveles.
Con su pieza “Todos los nombres de Dios” se aprecia nuevamente ese sentido de síntesis, ahora desde el tiempo y el compás que marcan siete metrónomos de grandes dimensiones dispuestos con la intención de semejar un atrio. Cada uno de ellos con diferentes frecuencias de registro alude a un credo religioso específico; pero como en el accionar simultáneo el resultado final es el concurrido fluir de todos, el espectador se halla invitado a participar de ese torrente, a la par que advierte, quizá, sintonía corporal con alguno. La experiencia sensorial que se propicia y el título de la obra, develan la necesidad humana de una figura superior, de un algo a lo cual invocar, reconocida su fragilidad y su desamparo. Los nombres de lo divino y las plegarias pueden cambiar, mas todos aluden a situaciones existenciales de falencia y de ansia de completud.
Esta exposición la pensó Ernesto también para una segunda etapa en una escala extensiva aun no realizada, donde cada metrónomo ubicado en diferentes regiones del planeta, se haría funcionar al unísono junto a los otros durante siete minutos, entre tanto se llevaría un registro audiovisual de cada uno de ellos en su contexto de exhibición. Este registro se recibiría y difundiría en La Habana proyectado sobre siete pantallas. Así la intención de Ernesto de propiciar la apertura del encuentro, donde cada quien encauzaría el telos de su tesitura, alcanzaría un sesgo más totalizador.
De igual modo, desde hace años le ronda como sueño un proyecto aún no cristalizado: una instalación de gran formato (aproximadamente 6 mts. de largo), consistente en un fuelle realizado con las imágenes de cuchillos. De la tobera de este enorme fuelle saldrían proyectadas imágenes videograbadas de hornos de cremación y fundición. Toda la pieza está concebida como un tropo del hálito o aliento de vida, el soplo en tanto acción mágica para insuflar vida. Vuelve el fuego y lo que lo anima, el aire. Ahí están los mitos, los ritos y los confines del hombre, por sobre todo cambio, la geografía constante y universal de lo humano.
En su última muestra personal Saṃsāra para la X Bienal de La Habana, en el 2009, prosigue su saga metafísica, pero con cambios morfológicos notables al usar la tecnología digital en su propuesta. Una lápida de mármol lleva inscrita tres indicaciones numéricas en formato digital, una de ellas opera como reloj en tiempo real. Tales referentes desde la impersonalidad del número aluden al propio artista –en uno de ellos la fecha y hora exacta de su nacimiento-. Es un discurrir sin nombre, donde no podemos dejar de pensar en todas sus obras anteriores, a la par que el tiempo nos consume las interrogantes se levantan: ¿Acaso desde la percepción del espectador no se invita a proseguir el ritual, a hurgar entre el fuego y las piedras? ¿Entre lo que devoran las llamas y lo que resta no discurre el río de la vida?
La Habana, primavera 2009
[1] Algunos críticos del momento caracterizarían la plástica de los 80 y en respuesta a los “problemas ideológicos” que comenzarían a esgrimirse contra ella como momento excepcional del arte cubano, como un nuevo arte cubano hijo de la Revolución, crítico, ético y enraizado en la cultura popular. Cf. Gerardo Mosquera: “Trece criterios sobre el nuevo arte cubano”, en: La Gaceta de Cuba. Junio de 1989, p. 24.
[2] Cf. Carmen Paula Bermúdez: La celosía. (Miradas a la pintura de Fidelio Ponce). Casa Editora Abril, La Habana, 1997.
[3] Con palabras de Steiner: “Designa el hombre como “divino” lo más alto hacia lo cual pueda elevar su mirada; tiene que concebir su destino supremo en cierta relación con ese algo divino. Parece justificado, pues, llamar “sabiduría divina” o Teosofía, a la sabiduría que, traspasando los límites de lo sensible, revele al hombre su esencia y, con ella, su destino”. (Cf. Rudolf Steiner: Teosofía. Introducción al conocimiento suprasensible del mundo y del ser humano. Editorial Antroposófica, B. Aires, 1997, p. 18). Ernesto conocería este texto de Steiner y lo asimilaría como otro posible sustento de sus propuestas simbólicas.
[4] Rudolf Steiner: Ob. cit., p.28.
[5] “… el hombre es ciudadano de tres mundos: por su cuerpo pertenece al mundo que percibe justamente mediante su cuerpo; por medio del alma se construye su mundo propio; por su espíritu se le revela un mundo superior a los otros dos” (Ob. cit., p.23)
[6] Cf. EXITUS, REDITUS (CARTOGRAFÍA DEL YO) (Proyecto de muestra personal). Escrito de Ernesto Benítez sobre la curaduría de la exposición, fechado en septiembre del 2004.
Publicado en el Catálogo Monográfico «Ernesto Benítez, Obras (1996-2010)». Ediciones MaTer-Contemporary. España, 2020 ISBN: