Por Antonio Correa Iglesias
Mientras hay una producción visual que siendo cubana y contemporánea está anclada en el automatismo técnico, en la pátina relamida, en la figuración recurrente, en la imagen vacía, en una ansiedad por monetizar más que por crear algo verdaderamente nuevo, hay otra que consolida sus procesos de indagación con el único objetivo de encontrar aquello que nos constituye ontológicamente. La escurridiza pregunta por la ontología cataliza aquí una naturaleza en términos de indagación, una vez que no persigue una actitud como reivindicación.
Una de las cosas que más admiro y respeto de Ernesto Benítez es su vocación huraña, su profundo silogismo argumental, su voluntad de discernimiento entre Doxa y Episteme, pero, sobre todo, su metódica procesual en la concepción de una obra. Cada una de estas delimitaciones establece una narratividad en función de distinguir, pero, sobre todo, explorar el cada día más efímero margen que nos separa de una vida como ficción en la que, como bien ha cotejado Byung-Chul Han, hemos de reconstituirnos ya no como seres humanos, sino como avatares de nuestra existencia, una vez que la “digitalización, sobre todo, exacerba la desrealización del mundo al descosificarlo”[1].
Haciendo a un lado el núcleo seminal de los estudios culturales y otras disciplinas a fines, Ernesto Benítez interpela el barullo que torno a la identidad se ha gestado, para licuar las inferencias y reconocer que más que la búsqueda de una identidad, la precariedad como identidad se ha emplazado en cuanto principio explicativo. Por tanto, la voluntad de re-instalar nuestro centro en el espacio virtual, conjetura no solo el fracaso de la humanidad como sujetos del pensamiento, sino nuestra pretensión de explicar desde los estudios sobre la otredad, la alteridad, la subalternidad, el género y la racialidad, una condición fundante que escapa al binarismo de la cultura occidental.
Expiar cualquier esfuerzo reglamentario que nos condicione a asimilar la cultura occidental, es una de las obsesiones de Ernesto Benítez; y lo es en cuanto una abstracción establecida desde un dominio imaginal ha pre-supuesto los términos de una identidad que, de existir, serían definibles siempre desde dos polos en extrema tensión.
En su indagación ontológica como fuente procesual, Benítez abandona la búsqueda relacional; la preponderancia de la red ha creado el espejismo de la interconexión a partir de un centro [yoico] transado por un hedonismo necrológico. El otro, ha dejado de ser el complemento constitutivo de una existencia para transmutarse en sujeto de la abominación. La mezcla forzada de estas “identidades”, potencia el eufemismo como práctica nominal y conceptual en una cultura donde el manejo falo-céntrico, ha segregado una comprensión del pensamiento y la sexualidad que ha marginado todo aquello que no fuera blanco, hombre y heterosexual como sustentación de una estructura binaria establecida como oposición. El otro se nos impone como interface de una retícula en donde debemos co-existir, por tanto, la individualidad se diluye en la búsqueda de una colectividad exasperante, que termina siendo una metástasis identitaria.
¿Qué nos hace pensar que lo irrelevante, la fatua desazón deba pasar por naturalidad? ¿Qué le hace pensar al otro que su vana presunción debe ser considerada relevante? ¿Por qué la disfuncionalidad, adquiere hoy tanta significación? ¿Por qué un gesto carente de signo y significado, es elevado a la condición performática?
Lo ontológico es, para Ernesto Benítez, el pretexto para desmenuzar la apócrifa aseveración en torno a nuestra existencia. Que estemos de este lado no quiere decir que existamos, por eso Ernesto Benítez no pretende una búsqueda visual perse, en todo caso, pretende teorizar desde la imagen como epistemología. Benítez desecha cualquier reminiscencia, así como los modos culturales sobre los cuales hemos establecido una narratividad como status. La anomalía, la orfandad, el silencio, la repugnante serialidad, la tautológica prevalencia de lo innombrable, el imaginario establecido como signos indescifrables, lo vetusto, son pilares sobre los cuales se levanta una obra que, incluso hoy, quiere seguir explorando, recomponiendo pasajes, ajustando códigos visuales, restableciendo problemáticas, con el único fin de reflexionar “en torno a la empírica necesidad de reajustar una praxis para reestructurar su configuración y redefinir el sentido de su discurso”[2].
Ernesto Benítez desbroza la memoria y lo hace porque reconoce que los cambios acelerados en una sociedad, han subyugado a un sujeto que se sabe ajeno a sí, aunque se pavonea aún en un egoísmo crónico, enquistado, que solo anticipa la desintegración de los valores morales en una sociedad que hace aguas. Lo que hemos sido, en lo que nos hemos convertido, lo que pudimos ser, articulan la suspicacia de una visualidad que a golpe de elementos construye una imagen como lastrada por la amargura. Quien pretenda candidez en la obra de Benítez, debe ser avisado anticipadamente. En todo caso, Ernesto Benítez a través de sus imágenes, segrega en el lodazal de las impurezas, los fluidos fétidos y viscosos que han amasado la frustración solitaria y pasiva de una existencia plagada de ausencia y remordimientos.
Haciendo honor a sus orígenes en “Arte Calle”, lo residual que no es otra cosa que la consumación de lo primordial, es uno de los elementos aglutinadores en su obra. No podemos olvidar que Ernest Cassirer enfatizaba en el significado de la acción humana en la que todo es reducido a un accionar simbólico para dar cierta autonomía al relato cultural.
Quizás por ello Ernesto Benítez destila todo aquello que pretendiendo ser sustancial, termina ratificando la insólita levedad de una existencia. Todo es reducido a sus esencias, el negro carbón que hace ásperas las manos, las plumas de un animal destripado, los aceites de la unción sacramental, las espigas drenadas de todo vestigio de humedad, los cuchillos corroídos por el óxido de la sangre derramada en el suicidio, el papel, su pulpa, sus cenizas, los libros sustraídos del disparate bíblico que fue la Torre de Babel, las dulces mieles de los amarres, las vísceras expuestas para su descomposición, la consagración del corazón, la concha de vieira, los fundamentos del pensar consumidos por el fuego purificador. Elementos aislados que, en su consumación, exhuman el aliento y dan cuerpo a una imagen, a una obra plagada rituales y zozobras. Y que mejor concepto que el de zozobra para aglutinar una exploración visual que desgarra su realidad para sumergirse en los intersticios del cuerpo necrosado que es la cultura occidental; cultura que ha hecho muchas veces del artificio, al decir de Eric Hobsbawm, una tradición inventada como rito inmemorial.
La obra de Benítez da cuenta de estas y otras calamidades, desde sus dibujos, hasta obras como “Ara Sagrada” [Díptico] de la serie “En Cilicio, Polvo y Cenizas” [2018] donde reduce a cenizas los libros “La República” de Platón, así como el “Discurso de Método de Descartes”, pilares del pensamiento continental o en “Arca de la Vida” [1994 -2004] donde convierte un bote en ataúd, laminado en bronce y tela, o en “Semilla de Luz” [2000], Benítez exhuma una vez más el aliento de una generaciones transada por el exilio, la huida, la perdida de sus referentes inmediatos, y claro está, la muerte.
La obra de Ernesto Benítez dista de ser un telón de fondo consumido por una admiración fastidiosa. En todo caso, su obra es una caja de resonancias que remite, necesariamente a un curso délfico leído con los acordes luctuosos de Missa Nasce la gioja mia de Palestrina. No encuentro mejor recurso que este para ambientar una obra que da cuenta de una personalidad que rehúsa el pantano semántico y pone en cuestión la naturaleza historia de la imaginación humana. Benítez desecha la intimidad para adentrarse, absolutamente, en una escalofriante dimensión que abriga al ser para la muerte. Esta ha sido una constante en toda su obra y su más reciente show da cuenta de ello.
Los años, el tiempo inexorable y e irreversible [Prigogine] ha jugado a su favor; lejos de acomodarlo y apoltronarlo en el almidonado confort de un living, Benítez arremete y carga de un simbolismo minimalista su “Reset Work” Nit de I’Art 2022, Palma de Mallorca, España. Son obras que dan “giro” a la abstracción, que ya habíamos visto en su estudio para la serie “Fe de Erratas” y “Alas de Cuervo” [2021]; sin embargo, los materiales son los mismos de siempre: ajenjo, hinojo, anís, ceniza de textos filosóficos incinerados, libros de estética reducidos a pulpa de celulosa, documentos personales guillotinados sobre lienzos con inservibles motivos florales que empecinadamente recicla.
Ernesto Benítez abre y escarba en las cicatrices de la discursividad histórica, los campos del arte y el pensamiento son su delirio, su obsesión más profunda. Contra ellos arremete, pero arremete sobre todo contra la aberrante naturalización excluyente de la cultura occidental. Las heridas que han sanado en falso, sangran, y solo con sangre se remedia lo que con sangre ha sido impuesto por decreto de armadura y espada. Las dicóticas estructuras causalistas y teleológicas, la binariedad esclerótica, el tiempo de los relojes, lo bello, lo metódico, las formas y figuras canónicas adquieren en la obra de Ernesto Benítez una relevancia desde lo que me gusta llamar genealogía de la lucidez. Quizás la noción de genealogía sea definitivamente el concepto preciso para enrostrar la obra de este hombre que, desde el arte, ha ingresado en el pensamiento, con el solo propósito de “reproducir” el orden primordial de las cosas antes de la existencia de un lenguaje.
Notas:
[1] Byung-Chul Han, No-cosas. Quiebra del mundo de hoy, Taurus, 2021. P.65
[2] ‘Reset Work’: el artista cubano Ernesto Benítez expone en Palma de Mallorca, España
Publicado en la web oficial de Aica Caraïbe du Sud | Association Internationale des Critiques d’Art