(Sobre el título)[1]
Por frency
Desde aproximadamente el año 1997 o 1998 hemos venido sintiendo un proceso de minimalización en la producción del Arte visual que ha entrado en concordancia con determinadas reacciones a los excesos culturales de orden identitario característicos de una parte del Arte cubano desde fines de los ochenta y durante buena parte de los años noventa. Este “decir” más con menos, buscando la mesura en función de despojarnos de elementos innecesarios en el sentido expresivo, contiene, como esa reacción que referí, una suerte de disensión con un pilar cultural que presuntamente es parte de los ingredientes identificatorios de “lo cubano”: un horror al vacío objetual como síntoma de un horror al vacío espiritual. Porque creídos dentro del eje occidental, somos propensos a objetivar, hacer físico, asible o mensurable, lo que pensamos cual extensión de nuestro espíritu.
Pero el proceso de minimalización nos conduce a esa gran verdad de que lo esencial es invisible a los ojos, parece una verdad cliché, pero realmente no ha sido comprendida por la media cultural, aun por parte de nuestra intelectualidad y del campo artístico, que en buena medida continúa entrampándose en nombrar las cosas ante un miedo ontológico y antropológico, pero sobre todo, continúa atiborrando sin necesidad su producción simbólica, añadiendo elementos innecesarios a la concepción de una obra dentro de lo que llamamos Arte.
Hay casos sintomáticos de este proceso de depuración expresiva y morfológica, y sería una lista no muy extensa pero si armónicamente conectada con creadores claves dentro del proceso de nuestro Arte contemporáneo.[2] En esta perspectiva Ernesto Benítez ha desarrollado una poética donde los niveles sintácticos adquieren gran altura: Samsāra es un agasajo como obra escultórica que imbrica al New Media con la instalación y el environment.
Absolutamente, su Samsāra nada tiene de relación con una propuesta de Zaida del Río bajo igual título[3]. Porque de hecho Benítez es un investigador, un artista que experimenta y no nos engalana su obra, que trasciende el valor formalista de una parte de la producción artística, más retiniana e incluso hedonista, para devolvernos a sitios pilares del “ser” y de su viaje por la vida.
Esta obra reciente, expuesta en uno de los claustros del CENCREM[4] en el contexto de la X Bienal de La Habana, la enarbolo –junto a otras que en el Megaevento pudieron percibirse– como un sutil vehículo de meditación sobre todo lo que implica el deambular por un mundo plagado, afectado en sus bases de toda índole. La obra rezuma ese sentido ctónico que ha caracterizado la investigación de Ernesto desde fines de los años noventa hasta el presente. Una evolución donde clama lo escindido y lo mortecino, causados por una condición humana cuando se torna pedestre, imposibilitada de percibir más allá, perdida en su andar porque ha perdido su telos, o fin, modelo último de todo. Y en este sentido es Samsāra un canto silencioso, meditabundo y filosófico, también de orden escatológico, en la medida que nos propone adentrar en ese fin último como tránsito de un estado a otro, donde se unen muerte y vida desde la implicación misma del significado del término, como concepto fundamental de las doctrinas que comprenden en sus sistemas la reencarnación, el ciclo de vidas, muertes y renacimientos experimentados por los seres sensibles como resultado de sus acciones buenas y malas en el decursar de sus existencias.
Esta especie de escultura que culmina en environment, pues una morfología ha ido derivando en otra y así subsecuentemente, confirma la vocación panteísta de Benítez al erigirse como otra expresión simbólica donde puede estar contenido todo: desde los llamados dioses hasta los más ínfimos seres. Siendo parte de un proceso simbólico, Benítez nos dispone ante un cipo o estela funeraria de sobria elegancia que no sólo registra datos numéricos programados sino que parte de ellos aluden a un ciclo que no termina, que es virtualmente ad infinitum.
Entonces adquiere el matiz poético para algunos, y veraz para el artista, el hinduismo, el budismo y otras maneras de pensar “no occidentales”, que han ido afianzándose como antídotos a los desajustes axiológicos y culturales de este Occidente escindido, en cuanto a que evoca la trascendencia sobre lo nimio mediante una liberación definitiva de una existencia basada en sufrimiento, dolor, agonía y carácter entrópico, en la perspectiva heideggeriana del Dasein, que implica además el “Ser para la muerte”.
En esta creación, el artista vuelve a remarcarnos su sentido de cómo “siente” el Tiempo, una temporalidad signada por esa noción de que lo más permanente es la impermanencia de todo, desde esa perspectiva también heracliteana –aludo a su verdad sobre el río: todo viene y va… eternamente. Con Samsāra pareciera que Benítez continúa hurgando en las claves de su trascendencia, que no es la que parece otorgar la vanidad, la fama, los poderes creados por la modernidad y la contemporaneidad. Es la trascendencia buscada por aquellos alquimistas a los cuales este creador investiga e invoca –no como religión, eso sería una contradicción total– como maestros de un camino no perdido o extinguido sino reposante, a la espera de seres sensibles que lo oxigenen.
La obra, luego de varios imponderables en relación con la organización de la Bienal, pudo encontrar un cobijo especial en ese claustro. De por sí el espacio es un contenedor de energías pretéritas, con una evidente destrucción que delata el poder del Tiempo. Samsāra se encontraba y no era engullida por el espacio, este le miraba como a una “Máquina del Tiempo”, con ojos agónicos y ella se mantenía, paradójicamente, como algo vivo. Y era un encuentro que aparentemente invitaba a la respiración, a inhalar un aire más impuro en medio de un caos espacial del contexto todo y de las obras vecinas: abigarradas, caóticas, desbalanceadas.[5] Curiosamente el caos que rodea al Samsāra de Benítez es una celebración mayor de la vida y, el Samsāra mismo, remite a un dramático comentario sobre el orden de todo tras la iluminación última, la de un último renacer que propicia la sucesión vital luego de innumerables tránsitos y transformaciones porque, repito, nunca somos los mismos.
En otros momentos se ha escrito que Ernesto no ha sido un artista con una mirada hacia lo social, como resulta ostensible en otros creadores –a excepción, según esos textos a los que aludo, de sus experiencias cuando Arte Calle. Pero Samsāra nos orienta, con su dramatismo contenido, a una expresión altamente atormentada de nuestra condición. Es una invitación al acto silencioso de pensar en nuestras resignaciones e incertidumbres. Es un medium para meditar sobre lo amnésico de la realidad en la que vivimos, ejercicio desde los poderes de la Razón y la aparente Verdad para manipular la Historia y reproducir la conveniente desmemoria de los seres comunes. Es una “nota musical” para ese coro que nos canta sobre la necesidad de huir, de ser dulcemente nihilistas, buscar en el vaciamiento de todo lo que atente contra nosotros: encontrar en el desapego la vía para volver a surgir.
Porque, repito, vivimos una pérdida de paradigmas, la ausencia de un telos o estado modélico, no tenemos una zanahoria ante el hocico para andar por los caminos. Benítez también ha sido formado dentro de una saturación que hoy se ha convertido en colapso: es también el suyo el hartazgo de muchos que viven un desorden sobre sí mismos –por eso un desajuste antropológico, porque lo que era veraz dejó de serlo. Es una desposesión espacial, objetual y de casi todo lo mensurable –por eso un trauma ontológico, porque cada vez más nos convencemos de que no nos pertenece nada.
Ernesto sabe bien de que el espacio ha sido arcanamente entendido como refugio, defensa, escudo existencial. Y lo que de él nos resulta incognoscible, como remedio, lo desplazamos al terreno de lo metafísico o lo místico. Pero tristemente no sentirnos en nuestro espacio, nos crea una incertidumbre casi total. Por ello, mejor crearnos nuestras dimensiones personales, antídotos contra lo que nos atenta como seres.
Esas dimensiones personales en Benítez provienen de una noción mística que se traduce representacional, material, energéticamente, en activaciones simbólicas, icónicas, devenidas de ese mundo alquímico, litúrgico y cosmogónico que puede ser reactivado en la contemporaneidad. Por ello toda su obra, más lograda o no, tiene de medular la potenciación de lo ignoto, lo irrevelado del Ser. Gradualmente ha ido trascendiendo esas occidentales maneras de ver las cosas dualmente, en oposiciones armónicas. Se ha percatado de que esas presuntas dualidades que marcan el cartesianismo occidental son parte de una misma entidad que ese poder de la Razón, por su incapacidad de sentir ante tanta necesidad de “razonar” todo, ha tenido que separar para poder estudiar el mundo. Y con ello nos conduce a aquella trampa del comienzo: nos imposibilita sentir y percibir eso “esencial” invisible a los ojos.
Samsāra nos sitúa en el dilema de volver o no volver al lugar donde nacen los sueños. No volver resulta para algunos afianzarse en una vida presente, “escapando” ilusamente de lo que resulta inevitable. Volver para otros es escapar del marasmo que te prepara para alguna muerte intrascendente. Es andar para regresar, hacer regresión, llegar al ombligo genético –y allí vuelven con Samsāra a evocarse todos los símbolos que su autor ha manipulado… hasta llegar al Ojo-Udja que intermedia en la asunción de la iluminación mito-poética; y tal vez plausible.
Con esta obra Benítez afirma muchos caminos de su quehacer por años, y acrecienta ese sociológico, aun en el campo complejo de las ideas, en relación con el aniquilamiento del espíritu por la realidad que nos circunda y afecta, de la que debemos escapar. Samsāra nos invita a pensar en cómo resistir “dejándonos llevar”, pero lejos de esas sombras largas del dios muerto que hace de nuestro espacio un mundo fantasmal. Para ambos, Dios es una entelequia, una manera de nombrar algo innombrable, que acaso esté en todas partes, y ahí el Panteísmo siempre.
Los campos de las ciencias y de las creencias han convivido e interactuado históricamente para explicarse aquellos fenómenos desconocidos. El resguardo que ofrecen los dioses ha constituido un paliativo a nuestra inseguridad ante lo incierto. Pero el conocimiento para algunos ofrece otro resguardo: el de que toda determinación, como decir “Dios” en este caso, es negación. Y esto Benítez lo sabe bien, procedente de los estudios Cabalísticos y también en el pensamiento de Spinoza.
Entonces es su postura como artista, como ser, la del descreído de lo que se ha mostrado como Verdad a los seres anonadados espiritualmente, adormecidos en vida, estelas andantes que no se hallan a resguardo en un mundo tan cosificado y “nombrado”, incapaces de percibir por el diseño de la sociedad que la muerte física es más rápida, la espiritual es paulatina, adquiere dimensiones sociales más efectivas en la medida que es invisible e inmedible, porque está contenida en cada ser pero no evidencia sus laceraciones a simple vista.
A la vez medita sobre sí mismo, recordándonos a Martin Buber en su perspectiva antropológico-filosófica de centrarse en sí mismo para en él activar lo que del Universo proviene, ¿y acaso Benítez no es parte de él?, sin interesarse por emplear otras herramientas de la antropología cultural dentro del arte, que siempre se entrampa en una traducción externalista y colonialista de estudiar a un “otro”. Samsāra establece destellos de un centro en lo personal. Un autorreconocimiento desde lo que su autor siente, hace o ha creído suyo.
La interdisciplinaridad ha sido clave en la metodología con la que trabaja Benítez, expandiéndose hacia campos que por momentos, aunque ha sido un terreno de interconexiones ganado en el Arte cubano desde los ochenta, se han considerado como «extraartísticos». Gracias a ello la investigación del mundo interior y espiritual ha podido proveerse de principios epistémicos, metodológicos y prácticos del saber antropológico, en última instancia amplias herramientas que sin aliento, o pneuma, son imposibles de emplearse.
Ello recentra en varios artistas, y en Benítez es clara, la propensión a escudriñar en lo individual, lo íntimo, cuestionando la vetusta hegemonía del discurso colectivo y masivo que lo oficial aún mantiene. Para ello este artista se ha valido por años de las prácticas consideradas pre-científicas: el esoterismo, la superstición o la magia. Prefiero pensar todas estas prácticas como uno de los pocos vasos comunicantes que han pervivido de la cultura humana, cimentada por siglos, que rompen con la distinción hecha entre Oriente, Occidente –y agreguemos el No-Occidente– resistiéndose al excesivo poder de esa Razón que se ha afincado en el Occidente cultural mediante el imperio de la Lógica, el Racionalismo y el Cartesianismo.
Como antídoto Benítez lo que ejerce en su arte es su sentido de Libertad. Liberación expresiva, simbólica. Sabe de la importancia trascendental que tienen los símbolos en la vida de la cultura al propiciar la comunicación, la conservación y la sucesión del conocimiento. Conoce que es tanto el poder del campo simbólico que este ha pasado a ser una “realidad” que sustituye el mundo cotidiano. Vuelvo a algo que resulta importante desde el punto de vista representacional: el dibujo de un animal hecho por un niño, es el animal para ese niño, no su representación mental de una representación física que es el animal en sí. Es un conjunto de niveles representacionales donde yace un conocimiento simbólico de esa representación como Verdad. Verdad trasmitida por la Cultura, conocedora del poder del Símbolo como construcción arcana, arquetípica. Que ha logrado trasmitir a la sociedad que “el ojo no mira lo que ve sino lo que sabe”. Entonces los símbolos forman parte del vocabulario y el imaginario elemental con que el individuo encara el mundo; son un arma de doble filo: porque parecen ayudarnos en esa comprensión pero nos entrampan en su lenguaje.
Hurgando en la información y las obras de Ernesto Benítez encontraba un desmonte sobre su obra en cuanto a los materiales y energías con que ha creado desde hace casi diez años. Y gustoso encontré claramente la idea de su sentido palimpséstico funesto, no sólo porque remita a la muerte, sino también porque literalmente “entierra” los símbolos.
En obras anteriores esta operatoria ha sido cara para él. Ofreciéndonos y ocultándonos claves y secretos –algo que los egipcios tenían muy claro: no puedes dar de golpe todo el saber a alguien, porque esto podría matarlo al instante. Benítez en muchas de esas creaciones, casi todas mediante instalaciones y dibujos, nos mostraba una faz del complejo rostro de la muerte, con su dramatismo, si; pero también con su poder “regenerador”. Y ahí las cenizas, ingrediente que ha empleado en muchas obras anteriores.
Ahora Ernesto vuelve a “enterrar” literalmente los símbolos en un claustro que encierra las cenizas del tiempo, ese polvo desperdigado por doquier, polvo de estrellas también, pero vulgarizado por la mente común. Samsāra entonces nos conduce a un espacio, a un camino, que puede recordar esa idea lezamiana del “cenizarlo” todo con esas ansias de conceptualizar y nombrar lo que es innombrable.
Buenos Aires del Vedado. Abril-mayo de 2009.
[1] Este texto sobre Ernesto Benítez lo trabajaba junto a otro sobre las últimas obras de Lien Carrazana y Lindomar Placencia, expuestas en Madrid recientemente. Los tres artistas comparten puntos de contacto muy sutiles, para nada evidentes en los modos de hacer cada uno sus obras. Incluso los intereses “conceptuales” de cada uno, nos son análogos. Sin embargo, por ciertos vínculos en conceptos de orden filosófico y hermenéutico, principalmente, en ambos textos se hallan ideas que pueden ser similares, pero desembocan en diferentes resultados dadas las características de las poéticas de cada creador.
[2] Referiré como ejemplos de esta “lista”, incompleta porque no es mi interés afirmar que son estos y no otros más, a artistas que han venido progresando en este sentido del proceso de minimalización del Arte cubano contemporáneo: entre otros, esto se constata en Eduardo Ponjuán, Luis Gómez, Fernando Rodríguez, Los Carpinteros, Carlos Garaicoa, Alexandre Arrechea, Osvaldo Yero, Raúl Cordero, René Peña, Sandra Ramos, Ernesto Leal, Antonio Margolles, Carlos A. Montes de Oca, Walter Velásquez, Eric García, Tania Bruguera, Andrés Montalván, Lindomar Placencia, Glenda León, Inti Hernández, Wilfredo Prieto, los hermanos Capote, Jorge Wellesley, Humberto Díaz, Analía Amaya, Ulises Urra, Dalvis Tuya, T-10, Diana Fonseca… Menciono algunos de los que considero con una obra de interés. Lo que infiere que hay unos muchos, que no pertenecen a este “saco”; y otros que resultan impostados según considero.
[3] Muestra de Zaida del Río expuesta a comienzos del 2009 en Galería La Acacia. Y aunque son diametralmente opuestas en cuanto a visualidad, y beban de una misma “fuente”, esta es una investigación que Benítez ha venido desarrollando desde hace un tiempo, con una producción previa compleja en lo técnico y tecnológico y sujeta a otra “deambulación” no Samsārica: a la de la burocracia institucional.
[4] Siglas del Centro Nacional de Conservación y Restauración sito en el Convento de Santa Clara, en la Habana Vieja.
[5] En el CENCREM exponían a la vez Jorge Luis Santos con La cuenta no da pero en la planta de arriba. En la planta baja, por todos los pasillos y parte del patio central principal, Bejarano mostraba sus piezas bajo el título Sedimentos, a las que hago alusión en el texto. Benítez estaba situado en ese humilde claustro, como pausando todo el caos visual del espacio y sus objetos.