Por Elvis Fuentes
Ernesto Benítez es un artista joven en el panorama plástico cubano. Aunque su experiencia pueda rastrearse hasta su participación con un grupo mítico de la década de los ochenta (Arte-Calle), su obra reciente apenas tiene relación visible con el tipo de prácticas que le animaron entonces. La veta social es mínima, como no sea para pagar la cuota esencial del arte como producto de un contexto específico.
Benítez se ha ido internando cada vez más en su mundo. Un mundo que busca la contaminación cultural con el pasado a través de la Alquimia y con las latitudes más disímiles; el Oriente siempre “misterioso”, con el empleo de conceptos apropiados y de un vocabulario casi ideográfico. Los signos pulsados por él son tomados del libro abierto que es el imaginario de nuestra cultura occidental, ciertamente amplio, pues se trata de una cultura siempre ávida de lo exótico por ajeno.
Sin embargo, en esa lejanía descubre Benítez una profunda ligereza y no es que haya él convivido temporadas a orillas del Tíbet con los nativos y nos pueda hablar de una contaminación “real” como sujeto – no lo ha necesitado, aunque no vendría mal-, sino que encuentra en muchos aspectos las relaciones constantes ( y a menudo subterráneas) con ese universo. Es decir, que en más de una cosa se acercan el Occidente y el Oriente del planeta. Tal vez no en el nivel de las normas culturales hegemónicas, pero sí en las formas no necesariamente clandestinas de ellas. Es así como el artista rescata una zona del conocimiento que en la tradición racionalista de Europa y América fue quedando a la zaga por entenderse como prácticas precientíficas: el esoterismo, la superstición o la magia.
Los símbolos tienen una importancia trascendental en la vida de la cultura. Permiten la comunicación, la conservación del conocimiento y el suceso; también la desmemoria de lo acontecido. Pero más que nada, el símbolo ha pasado a ser una “realidad” que ha sustituido el mundo cotidiano. Mucho antes de que un niño haya visto un caballo “en vivo”, ya lo conoce como símbolo que remite a la libertad, la ligereza y hasta el poder; igual sucede con el león, el dinosaurio, y un sinfín de numerosos objetos y cosas. Ellos forman parte del vocabulario y el imaginario elemental con que el individuo encara el mundo; ellos le ayudan, pero también pueden ser la trampa.
En efecto, la cultura establece esas nociones a través de los símbolos y a su vez se legitima a través de ellas. Es un proceso tautológico. Conocer algo es explorarlo, tantear su geografía, respirar su atmósfera (aún a riesgo de contaminarse). Explorar el mundo es poner a prueba los símbolos que antes nos lo hicieron visible. Tensar la cuerda floja que comunica el sentido a un “texto”.
Ernesto Benítez intuye todo esto; lo sabe porque lo ha estudiado. Por eso no se conforma y decide situarse “fuera del sistema”. Para situarse “fuera” de algo hay que pertenecer primero a ello, saberlo desde dentro. Así es como en su obra encontramos signos muy utilizados en la tradición iconográfica de Occidente: corazones, cerebros, calaveras, figuras humanas, cuchillos. Muchos de ellos remiten a la muerte y, mezclados, a la relación entre vida–nacimiento y ocaso–muerte.
Sin embargo, en el contexto de las obras, estos símbolos son reducidos a la categoría de puros significantes. El recurso para hacerlo no es aquí el tradicional juego irónico o paródico, tan usual en el arte joven de la Isla, sino uno más trascendente: el material. (El énfasis en la obra de muchos artistas sobre algún que otro nivel de contenido de los que habla Thomas Mc Evilley, se hace palpable aquí.)
Ernesto Benítez ha visitado los lugares arrasados por la muerte, por su más implacable ejecutor, el fuego. Los incendios forestales dejan huellas comparables a la caída de una bomba de gran impacto. Lástima que no contemos las “bajas” de ese ejercito verdadero de la paz. De allí ha tomado los restos para tratar de revertir la situación. La ceniza va a ser entonces el elemento primordial de su obra, su axis artis mundi.
No obstante, por esa ambivalencia propia del arte, la misma ceniza remite a las prácticas ceremoniales o agrarias en las que se quema un bosque para plantar el sustento. Porque el fuego limpia y la ceniza alimenta lo que más tarde será brote de vida. El medio expresivo varía, y puede ser lo mismo una escultura, un dibujo o una instalación. Pero la ceniza aparece por doquier, cubriendo la superficie tridimensional o como pigmento de un cuadro. Es un palimpsesto funesto, no sólo porque remita a la muerte, sino también porque literalmente “entierra” los símbolos.
Hay que hablar entonces de una insolencia del material, de una jerarquía en la cual Benítez privilegia la relación visceral de la textura y el cromatismo, por encima de “lo retiniano” como se le ha llamado a aquello que enfatiza en lo óptico. Si utilizo “retiniano” es porque condensa muy bien a la vez lo físico y lo fisiológico implícito en la propuesta de este artista. Pero ni siquiera esto suplanta el fortísimo impacto de lo táctil. Ahora bien, los símbolos no son enterrados sólo físicamente. Una sustitución es efectiva únicamente cuando llega al corazón del problema. Y es aquí donde el material muestra una insolencia y una bravura que ya quisiera el símbolo convencional. Es que el material es la vida en su estado primario, es decir, la energía.
Ernesto Benítez ha estudiado la Alquimia, y ello le permite acceder a un conocimiento nada gratuito de las cosas, los materiales y los símbolos. Si no se ha puesto a experimentar es porque los reactivos escasean o porque le falta el tiempo, pero la búsqueda lo tienta. En cambio, experimenta con lo que sabe y, en su taller-laboratorio, juega a obtener la piedra filosofal o el oro Purísimo. Inventa reacciones, mezcla de todo lo que está a su alcance y con esa “pócima sagrada” embadurna el símbolo fijo (cuerpo, cuchillo, cráneo, libro) para inyectarle vida “fuera del sistema establecido”, para convertirlo en metáfora. Lo que resulta más interesante es que esta “vitalidad” le es trasmitida por un elemento cuyo sentido nos remite remediablemente a la muerte: la ceniza. Es aquí donde conecta su obra los espacios culturales a que hacíamos alusión, en la relación indisoluble entre vida y muerte en algunas zonas de nuestra cultura y de la cultura del lejano Oriente. Pero además, esto le permite también “resucitar” los símbolos (que son como metáforas muertas, ha dicho alguien.) En el Camino es una sabia metáfora a partir de la figura humana. Y es que en ella el arte puede apoyarse todavía. Se trata de un vaciado en yeso recubierto por el carbón vegetal. La propia característica del vaciado determina que la imagen del personaje esté desdibujada. No se pueden precisar los detalles de identificación del rostro, ese lugar de reconocimiento a la vez público y privado, a pesar de que el artista lo ha retocado para acercarlo al parecido de sí mismo. La capa de carbón refuerza esta confusa imagen (de todos modos no interesa mucho). La textura resultante es una granulosa y rudimentaria. Sin embargo, la posición erecta, el gesto de las manos y la cabeza semi–levantada, otorgan una ligereza a la pieza que contrasta con el acabado del material. Esto da un toque de sublimación que alcanza su máximo punto cuando advertimos que esta escultura intercepta diversos géneros en un mismo motivo.
En efecto, la solemnidad como devocional indica ciertas relaciones con la escultura monumentaria (y podría ser utilizada en un monumento conmemorativo tradicional). Al mismo tiempo, el proceso de ejecución recuerda las mascarillas funerarias, el retrato póstumo del difunto. Pero en este caso el retrato es de cuerpo entero, y en lugar de exhibirse, se oculta: está en el interior mismo de la figura. De este procedimiento se pueden sacar numerosas interpretaciones, pero en especial la que remite a lo inaccesible de la naturaleza humana desde la mirada exterior.
El pneuma era para los griegos aquel aliento que daba vida al cuerpo. Cuándo se trataron de explicar qué diferenciaba el cuerpo vivo de un hombre y el de un cadáver, atribuyeron al soplo la cualidad de lo vital (¿la respiración?) Es este soplo el único habitante del hombre “vaciado” que está En el Camino; es él también su brújula y motor para intuir y seguir su ruta.
Pero este soplo no fuera posible sin la coraza protectora que Benítez nos propone como morada del ser humano. Una coraza erigida sobre el paisaje desesperanzador de la muerte; esos árboles cayendo como derribados por la metralla. Y es la ceniza una colosal síntesis del soplo de miles de otros seres cuyo ejército ha muerto para dejarnos su espacio, su energía.
Publicado en ArteCubano, Revista de Artes Visuales. Consejo Nacional de las Artes Plásticas (CNAP). La Habana, Cuba. Edición No. 2-3/2002. Pp 42-53