Por Darys J. Vázquez Aguiar
Ernesto Benítez centra el tema de su obra en una búsqueda constante y deliberada por entender la condición humana. Las preocupaciones ontológicas se han convertido en su obsesión principal, en cargas pesadas para la mente y para el cuerpo. Así, en su último proyecto Uno y mil ojos, Benítez a través de un monólogo interno persigue descifrar secretos existenciales y cosmológicos. El ejercicio diario de autorreflexión lo hace monje de su propia práctica y transforma en ritual su método creativo.
Aunque fue integrante del grupo Arte Calle -uno de los significativos proyectos artísticos-sociales de la década de los ochenta en Cuba- Benítez se inscribe dentro de la promoción de creadores de mediados de los noventa, período en que estudia en el Instituto Superior de Arte. Desde entonces, siempre ha estado interesado en proponer a través del arte un acercamiento, y más aún, una interpretación a problemas propios del campo de la antropología. La máxima de Heráclito: conócete a ti mismo, resume su pensamiento filosófico. De ahí que el hombre sea centro y núcleo fundamental para llegar a dios, o mejor aún, sea el dios mismo. No es un dios inscrito en alguna religión específica como el cristianismo o el budismo, sino un ente más místico, que habita en nuestra masa corpórea, que también siente miedo y se debate en la duda.
Sin traicionar su ingenio alquimista, Benítez compone once collages con ceniza, acrílico y carbón vegetal. El recurso fotográfico, insertado por vez primera, desplaza la asistencia de las siluetas por la representación de su rostro. El Yo manifiesto devela el rol protagónico de la autognosis. Los ojos -una parte de ese todo- ocupan un punto esencial de esta serie. En ellos se encierra la poética mayor, más que intérpretes de las vibraciones electromagnéticas de la luz, son la primera puerta al conocimiento. Pero para Benítez la visión puede ser también un obstáculo que nos entretiene y nos impide llegar a la esencia de las cosas. Parece decirnos que la intuición es más prolífera en el reino de los ciegos. Es por eso que no resulta alarmante que un vigía tenga los ojos vendados, o que la comunicación entre dos individuos se establezca por poderes telepáticos, o que los efectos alucinógenos de una droga, provoque visiones como la de los antiguos chamanes. Cuestión que dejo al debate pues tal parece que no están lejos las curaciones chamanísticas de las prácticas del psicoanálisis, en ambos casos existen efectos terapéuticos que liberan la conciencia y provocan la curación fisiológica. Parece que aún el triunfo de la ciencia no es absoluto.
El artista también recalca en la carga mística de los ojos. Mitos populares han hecho del mal de ojo una superstición muy antigua. De todos los órganos del cuerpo, el ojo ostenta una poderosa seducción. Posiblemente todo se remonte a las prácticas de hechicería las cuales con la utilización de la visión provocaban enfermedades, desgracias irreparables o incluso la muerte.
Pero el ojo no es la única forma simbólica utilizada por Benítez. El cuchillo, la soga, la hoz son otras figuras sígnicas que establecen la metáfora de la laceración, o la muerte. Aunque mucho menos evidente y lejos de lecturas convencionales prefiero entender estas formas como expresiones sintéticas dirigidas a movilizar los conceptos de la verdad, la moral y lo ético, monumentos clásicos en los que se levanta la sociedad.
Una y otra vez, Benítez juega con los límites de la antropología científica, lo teológico y lo filosófico. La lógica de lo inconexo parece guiarnos en sus dibujos. Necesitamos hallar un hilo mágico que nos saque del laberinto, pues como dije en un texto anterior: abrir bien los ojos no es suficiente.
Publicado en la Revista ArtNexus, Bogotá/Miami, USA. Edición No. 57, Volumen 3, Año 2005, Pp 132
Publicado en ArtNexus.com